lunes, 16 de septiembre de 2013

La noche de los lápices

-          Nosotros ya estamos muertos- le dijo Claudia Falcone ese 28 de diciembre de 1976 - Por favor, no te olvides de nuestra historia Pablito.
A Pablo Díaz lo arrastraban a la fuerza por los pasillos del centro de detención de Banfield, mientras los demás prisioneros lo despedían con gritos efusivos. Él no quería irse, no en ese momento, no de esa forma, dejando atrás a sus amigos. Esos amigos con los que tanto había hecho; desde la obtención del Boleto Estudiantil Secundario en septiembre del 75’, las charlas políticas donde discutían qué significaba verdaderamente el peronismo, las asambleas escolares, las visitas a las villas para dar apoyo escolar a los nenes, las pintadas y la distribución de volantes repudiando a la dictadura militar e incluso su detención. Estar encarcelado solo hubiera sido terrible para Pablo, quien necesitaba de sus compañeros para apoyarse, para seguir vivo. Necesitaba escuchar sus voces por la mañana y darle las buenas noches antes de irse a dormir. Ese día fue la última vez que tuvo contacto con sus compañeros de la escuela de Bellas Artes: Claudia, Horacio, Panchito, Daniel, Claudio y Maria Clara. Todos habían compartido un gran compromiso político: querían hacer la  revolución.
Pero la vida de Pablo Díaz había comenzado a ser un infierno mucho antes de ese día. La mañana del 16 de septiembre del 76’ su madre lo despertó precipitada y le informó que al teléfono estaba la señora Falcone y quería hablar con él. Pensó lo peor. Al enterarse de las desapariciones de sus amigos, la desesperación lo carcomía. Pasó ese día dando vueltas. Caminaba, se sentaba en una plaza, miraba al cielo tirado en el pasto, se tapaba la cara con las manos y aguantaba el llanto. Quería arrancarse los pelos de la cabeza, gritar y saltar al vacío, pero no hubiese sido justo para los demás. Como siempre había comentado con Claudia, seguiría peleando hasta las últimas consecuencias. Primero, tuvo que conseguir un lugar donde esconderse y, por supuesto, abandonó la escuela de inmediato, ya que la custodiaba la policía. Su primera noche la pasó durmiendo en un congelador en la estación de servicio donde trabajaba su amigo “Corchito”. Pasó una semana hasta que consiguió hablar con su padre, quien lo convenció de regresar a su casa, donde supuso estaría más seguro.
El día de la primavera de 1976, en La Plata, un grupo de tareas de la Policía y el Ejército llegó en tres autos a la calle 10 número 435, entre la 40 y la 41. Cuando Pablo se asomó por la ventana y vio el operativo, sabía que lo buscaban a él. Entraron a su casa y lo tiraron al piso, junto a sus hermanos y a sus padres. Los hombres, vestidos con bombachas del Ejército Argentino y camisas de civil, destrozaron el hogar, robaron joyas y se lo llevaron cubriéndole la cabeza con un sweater. Lo metieron violentamente dentro de un auto y arrancaron en dirección al Centro de detención de Arana, donde hoy se encuentra el Regimiento número 7 de Infantería de la Ciudad de La Plata. Pablo sintió un miedo que no había conocido nunca antes en sus 18 años de vida. Lo zarandeaban por todos lados, lo trataban con un desprecio absoluto, como si sólo fuera un pedazo de mierda. Esos primeros momentos fueron muy duros. Lo hicieron estar más de 24 horas parado, sin poder siquiera apoyarse contra la pared. No dejaban que descansara ni un segundo y para mantenerlo derecho lo golpeaban fuertemente. Pero el dolor vino después. Para interrogarlo lo llevaron a un cuarto donde lo desnudaron y lo ataron de pies y manos, dejándolo extendido en el aire. Querían obtener datos acerca de los responsables de la revolución y de otros “subversivos”. Mientras dos hombres le hacían preguntas, un tercero lo torturaba con la picana eléctrica, aplicándosela en los genitales y en heridas abiertas. Le decían que abriera la mano cuando esté dispuesto a dar información, pero Pablo no podía siquiera hablar. Tenía los labios quemados, chamuscados y por el dolor hasta se había olvidado de los nombres que conocía.
Regresó al cuarto donde estaba encerrado y pidió agua.
-          No, no tomes nada que vas a reventar como un sapo.- le aconsejó un joven a su lado.
-          Necesito tomar algo, urgente.- respondió Pablito.
-          Después de la picana, el estómago se te contrae. A uno de los de acá le pasó. Lo llevaron a tomar agua y no volvió más.
De Pablo sabían que, a diferencia de sus compañeros del Normal 3 de La Plata, no militaba más en la Unidad Estudiantil de Sociales (UES). Luego de la muerte de Perón se había ido a la Juventud Guevarista. También formaba parte del centro de estudiantes y había sido uno de los chicos que había participado activamente en la obtención del Boleto Estudiantil.
En “El Casco”, como llamaban a ese centro clandestino, estuvo con otros adolescentes detenidos y conoció a diferentes militantes a los que tampoco olvidaría. Empezó a recopilar historias trágicas y, aún en el dolor y en el sufrimiento, se encontró acompañado.
Las torturas fueron cada vez más crueles y lo más triste era que las víctimas comenzaron a aceptarlas como algo natural, rutinario. Le aplicaban las descargas eléctricas en los pectorales y estando mojado, para que sufriera más.
En una visita al baño uno de los represores agarró a Pablo y comenzó a manosearlo:
-          ¡Qué lindas tripas que tenés, pendejo!- escupió y lo arrinconó contra una pared.
-          ¡Pará nooooooooooo, por favor…!- gritó desesperado el muchacho.
-          Al final sos un cagón como todos los demás, pibe - se burló el sujeto y lo dejó ir.
Aproximadamente seis días pasó sin otra cosa en la cabeza que los gritos, propios y ajenos, del dolor causado por la picana eléctrica. Una noche, llegaron unos camiones al descampado donde se encontraban los prisioneros. Las personas que estaban en ellos entraron a la habitación número 4 y se llevaron a Pablo. “Vamos pibe, que vienen unos nuevos” - le rugió uno de los captores.
Mientras era llevado al Pozo de Banfield, la única esperanza que tenía (porque ser liberado no era una opción que creyera posible) era que lo llevasen con sus amigos. Un detenido en Arana le había contado que los jóvenes detenidos el 16 de ese mes habían estado allí. Lo sabía porque “los milicos llamaban La Noche de los Lápices a esos secuestros que hicieron en La Plata” - le dijo el informante.
En Banfield, algunas cosas habían cambiado. Ahora estaba en una celda individual, todavía con los ojos cubiertos y las manos atadas. Eran diferentes casillas donde podía escuchar a otras personas. Así es como dio con Claudia y compañía. Pablo estaba contento, es decir, lo contento que se puede estar privado de la libertad y sufriendo a cada suspiro. Pasó la noche hablando con sus amigos y contándoles lo que había vivido y cómo fue su captura. También les preguntaba a ellos cómo habían estado y si tenían novedades de lo que pasaría.
-          Llegaste en el peor momento Pabli. – se lamentaba Claudia – Están los peores guardias.
-    Al menos estamos juntos, con vos y con los chicos. Los extrañaba mucho a todos.- Pablo quería abrazarla y besarla, pero ni siquiera podía verla.
Claudia tenía razón. Esa semana la pasaron entera sin comer y no salieron de su cubículo ni un segundo. Tenían que hacer sus necesidades en el piso de la celda, así que la hediondez apestaba el ambiente. Pasaban frío y cuando se quejaban eran golpeados con fiereza. A las chicas las abusaban todo el tiempo. Las habían violado y volverían a hacerlo. Eran bestias que no tenían ningún aprecio por la vida humana. Los tenían en condiciones paupérrimas. Había también dos mujeres embarazadas, que eran mantenidas en la misma peste que ellos hasta el momento de nacer sus hijos. Ahí las llevaban a unas granjas donde se apropiaban de los bebés.
Algunas de sus noches en cautiverio, solo, hambriento y lastimado, Pablo las pasaba    recordando momentos más felices. Por ejemplo, las marchas que realizaban con los compañeros de secundario en La Plata donde reclamaban exaltados: “Tomala vos, dámela a mí, por el boleto estudiantil…”
Un día no muy particular, ingresó uno de los represores a la celda de Pablo y le ordenó que saliera y le curara las heridas a un hombre de otra cárcel. Así, Díaz conoció a Osvaldo, un montonero que decía que ya tenía “los días contados”.
-          A mí me matan en cualquier momento pibe, por eso me dejan verles la cara- le decía demasiado calmado.
-          ¿Vos decís que los que estamos acá no salimos?- tímidamente Pablo le pasó una esponja por la pierna baleada.
-          Quedate tranquilo Pablo, ustedes salen, son unos perejiles para estos hijos de puta. A mí me usan de carnada hasta que no me necesiten más.
-          ¿No te da miedo lo que decís? Saber que te van a matar…
-          Yo así como estoy- se señaló la herida- no sirvo. Los protagonistas de la revolución son los pueblos, no los hombres.
De su conversación con Osvaldo, Pablo se dio cuenta de dos cosas: Primero, que el saldo de esa dictadura no sería sólo de unos perejiles y unos montoneros muertos, sino que sería mucho más terrible. Y la otra, que realmente tenía muchísimo miedo.
Los meses siguientes siguieron igual de mal. Pablo trataba de alentar a los demás a hacer ejercicio, pero pocas veces se concretaban sus esfuerzos. La emoción de las primeras semanas y las charlas fluidas se habían terminado. Las rutinas de doloroso y cruel sufrimiento eran algo que no esperaba que terminase nunca.
Los momentos más tristes y difíciles se producían cuando alguno de los jóvenes sentía que no podía aguantar ni un segundo más. Trataban de calmarse y acompañarse mutuamente a través del canto. Entonaban juntos canciones de la banda Sui Generis, como “Rasguña las piedras” y los chicos se identificaban con la letra.
Una medianoche, las bombas de estruendo advirtieron a Pablo que la Navidad había llegado. Esa noche, se dio cuenta de lo mucho que extrañaba a su familia y trató de celebrar la fiesta con sus amigos. Oró por su bien y el de sus seres queridos.
El 28 de septiembre llegó como una nube de confusiones para Pablo. Dos de sus guardianes lo sacaron de su celda y lo llevaron hasta donde se encontraba un Mayor del Ejército.
-          Decile Mayor, insolente.- uno de los guardias lo golpeó en la nuca para que reaccionara.
-          Ma…Mayor…¿Dónde estoy?...- logró apenas balbucear Pablo
-          Decidimos que vas a vivir, pibe- interrumpió el Mayor- De ahora en adelante quedás a disposición del Poder Ejecutivo Nacional
Al regresar a su prisión, Pablo pidió ver a Claudia.
“Todos los 31de diciembre levantá una copa por nosotros”, fueron las palabras que le quedaron grabadas en la memoria.
Con un peso de 37 kilos; con los ojos llagados, con picazón y podridos; con un fuerte dolor de brazos, contracturas, hernias y  marcas en el cuerpo de los golpes y las sogas; con los pulmones infectados y una fuerte neumonía; sin fuerza, sin energía, sin ganas de vivir… En esas condiciones, Pablo Díaz abandonó el Pozo de Banfield.
De ahí en más, las idas y vueltas para la verdadera liberación de Pablo duraron cuatro largos años en los que estuvo detenido sin ningún proceso judicial: lo llevaron al Pozo de Quilmes, luego a la Comisaría número 3 de Valentín Alsina y finalmente, el 2 de febrero, llegó a la Unidad 9 de La Plata donde mantuvo una conversación con el señor Sánchez Toranzo, en la que Pablo pidió mejores condiciones para ser operado de su problema de hernia.
-          Por favor, ¿me pueden llevar a operar a un hospital público, fuera de la penitenciaria?- le rogaba Pablo
-          No, es imposible. Generaría un problema en la seguridad del Ejército Argentino.- respondió con firmeza el teniente coronel.
-          Y de los chicos… ¿Hay noticias? ¿Están bien?
-          Sí, están bien… Están bien muertos.- sonrió maliciosamente- Tus amiguitos subversivos fueron fusilados la primera semana de enero.
Pablo fue puesto en libertad el 19 de noviembre de 1980. Dedicaría el resto de su vida a buscar un castigo para los culpables de la desaparición de esos jóvenes platenses. Claudia le había pedido que contara su historia. Pablo Díaz daría un testimonio fundamental para enjuiciar a los represores de aquellas torturas, principalmente a Miguel Etchecolatz, la mano derecha del entonces jefe de la Policía Bonaerense, Ramón Camps.
Claudia le había pedido que no la olvidara. Él no la olvidaría nunca más y años más tarde le dedicaría un poema donde expresaba sus sentimientos de desesperación:

Hoy
me he quedado inmóvil observando en el recuerdo
el beso que se estrellaba en el muro.
Flor o acero. Ni ángel ni desángel.
Sólo la verdad desnuda.
La voz es un reclamo de amor y un instante duro.
Pero las manos no pierden el momento de tus manos.
¿dónde estás, en qué tiempo, en qué mundo te encuentro?
¿Hasta dónde estiro la mirada para verte?
Si me dieras una señal, el próximo 31  de diciembre
me llegaría hasta vos.
No creas que no te busco, no me olvido,
pues no hubo adiós; nos dijimos hasta luego.
Por favor, que las aguas del mar te traigan hasta mí.
O la soledad del otoño,
o las flores de la primavera.
Como quieras.
Pero no dejes de volver a lo que soñamos.
Si no es conmigo, ojalá que igual estés en paz.
¿Te acordás?
Habíamos quedado en ir de vacaciones
o de juntarnos todos los chicos a tomar cerveza.
Pero estoy solo, ni vos ni ellos han vuelto.
Y yo camino mirando a ver si los encuentro.
Me junto con sus madres, padres, hermanos,
tíos, amigos,
y no sé qué decirles, ¿dónde están las palabras para ellos?
Todavía no he aprendido a no desafinar,
¿y las idas a las villas?
¿Qué es esto de sobreviviente? ¡Por favor!

Que algún día los encuentre.