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Nosotros
ya estamos muertos- le dijo Claudia Falcone ese 28 de diciembre de 1976 - Por
favor, no te olvides de nuestra historia Pablito.
A Pablo Díaz lo arrastraban a la
fuerza por los pasillos del centro de detención de Banfield, mientras los demás
prisioneros lo despedían con gritos efusivos. Él no quería irse, no en ese
momento, no de esa forma, dejando atrás a sus amigos. Esos amigos con los que
tanto había hecho; desde la obtención del Boleto Estudiantil Secundario en
septiembre del 75’, las charlas políticas donde discutían qué significaba
verdaderamente el peronismo, las asambleas escolares, las visitas a las villas
para dar apoyo escolar a los nenes, las pintadas y la distribución de volantes
repudiando a la dictadura militar e incluso su detención. Estar encarcelado solo hubiera sido terrible para Pablo, quien necesitaba de sus compañeros para
apoyarse, para seguir vivo. Necesitaba escuchar sus voces por la mañana y darle
las buenas noches antes de irse a dormir. Ese día fue la última vez que tuvo
contacto con sus compañeros de la escuela de Bellas Artes: Claudia, Horacio,
Panchito, Daniel, Claudio y Maria Clara. Todos habían compartido un gran
compromiso político: querían hacer la
revolución.
Pero la vida de Pablo Díaz había
comenzado a ser un infierno mucho antes de ese día. La mañana del 16 de
septiembre del 76’ su madre lo despertó precipitada y le informó que al teléfono
estaba la señora Falcone y quería hablar con él. Pensó lo peor. Al enterarse de
las desapariciones de sus amigos, la desesperación lo carcomía. Pasó ese día
dando vueltas. Caminaba, se sentaba en una plaza, miraba al cielo tirado en el
pasto, se tapaba la cara con las manos y aguantaba el llanto. Quería arrancarse
los pelos de la cabeza, gritar y saltar al vacío, pero no hubiese sido justo
para los demás. Como siempre había comentado con Claudia, seguiría peleando
hasta las últimas consecuencias. Primero, tuvo que conseguir un lugar donde
esconderse y, por supuesto, abandonó la escuela de inmediato, ya que la custodiaba
la policía. Su primera noche la pasó durmiendo en un congelador en la estación
de servicio donde trabajaba su amigo “Corchito”. Pasó una semana hasta que
consiguió hablar con su padre, quien lo convenció de regresar a su casa, donde
supuso estaría más seguro.
El día de la primavera de 1976, en La
Plata, un grupo de tareas de la Policía y el Ejército llegó en tres autos a la
calle 10 número 435, entre la 40 y la 41. Cuando Pablo se asomó por la ventana
y vio el operativo, sabía que lo buscaban a él. Entraron a su casa y lo tiraron
al piso, junto a sus hermanos y a sus padres. Los hombres, vestidos con
bombachas del Ejército Argentino y camisas de civil, destrozaron el hogar, robaron
joyas y se lo llevaron cubriéndole la cabeza con un sweater. Lo metieron violentamente
dentro de un auto y arrancaron en dirección al Centro de detención de Arana,
donde hoy se encuentra el Regimiento número 7 de Infantería de la Ciudad de La
Plata. Pablo sintió un miedo que no había conocido nunca antes en sus 18 años
de vida. Lo zarandeaban por todos lados, lo trataban con un desprecio absoluto,
como si sólo fuera un pedazo de mierda. Esos primeros momentos fueron muy
duros. Lo hicieron estar más de 24 horas parado, sin poder siquiera apoyarse
contra la pared. No dejaban que descansara ni un segundo y para mantenerlo
derecho lo golpeaban fuertemente. Pero el dolor vino después. Para interrogarlo
lo llevaron a un cuarto donde lo desnudaron y lo ataron de pies y manos,
dejándolo extendido en el aire. Querían obtener datos acerca de los
responsables de la revolución y de otros “subversivos”. Mientras dos hombres le
hacían preguntas, un tercero lo torturaba con la picana eléctrica,
aplicándosela en los genitales y en heridas abiertas. Le decían que abriera la
mano cuando esté dispuesto a dar información, pero Pablo no podía siquiera
hablar. Tenía los labios quemados, chamuscados y por el dolor hasta se había
olvidado de los nombres que conocía.
Regresó al cuarto donde estaba
encerrado y pidió agua.
-
No,
no tomes nada que vas a reventar como un sapo.- le aconsejó un joven a su lado.
-
Necesito
tomar algo, urgente.- respondió Pablito.
-
Después
de la picana, el estómago se te contrae. A uno de los de acá le pasó. Lo
llevaron a tomar agua y no volvió más.
De Pablo sabían que, a diferencia de
sus compañeros del Normal 3 de La Plata, no militaba más en la Unidad Estudiantil
de Sociales (UES). Luego de la muerte de Perón se había ido a la Juventud
Guevarista. También formaba parte del centro de estudiantes y había sido uno de
los chicos que había participado activamente en la obtención del Boleto
Estudiantil.
En “El Casco”, como llamaban a ese
centro clandestino, estuvo con otros adolescentes detenidos y conoció a
diferentes militantes a los que tampoco olvidaría. Empezó a recopilar historias
trágicas y, aún en el dolor y en el sufrimiento, se encontró acompañado.
Las torturas fueron cada vez más
crueles y lo más triste era que las víctimas comenzaron a aceptarlas como algo
natural, rutinario. Le aplicaban las descargas eléctricas en los pectorales y
estando mojado, para que sufriera más.
En una visita al baño uno de los
represores agarró a Pablo y comenzó a manosearlo:
-
¡Qué
lindas tripas que tenés, pendejo!- escupió y lo arrinconó contra una pared.
-
¡Pará
nooooooooooo, por favor…!- gritó desesperado el muchacho.
-
Al
final sos un cagón como todos los demás, pibe - se burló el sujeto y lo dejó
ir.
Aproximadamente seis días pasó sin
otra cosa en la cabeza que los gritos, propios y ajenos, del dolor causado por
la picana eléctrica. Una noche, llegaron unos camiones al descampado donde se
encontraban los prisioneros. Las personas que estaban en ellos entraron a la
habitación número 4 y se llevaron a Pablo. “Vamos pibe, que vienen unos nuevos”
- le rugió uno de los captores.
Mientras era llevado al Pozo de
Banfield, la única esperanza que tenía (porque ser liberado no era una opción
que creyera posible) era que lo llevasen con sus amigos. Un detenido en Arana
le había contado que los jóvenes detenidos el 16 de ese mes habían estado allí.
Lo sabía porque “los milicos llamaban La
Noche de los Lápices a esos secuestros que hicieron en La Plata” - le dijo
el informante.
En Banfield, algunas cosas habían
cambiado. Ahora estaba en una celda individual, todavía con los ojos cubiertos
y las manos atadas. Eran diferentes casillas donde podía escuchar a otras
personas. Así es como dio con Claudia y compañía. Pablo estaba contento, es
decir, lo contento que se puede estar privado de la libertad y sufriendo a cada
suspiro. Pasó la noche hablando con sus amigos y contándoles lo que había
vivido y cómo fue su captura. También les preguntaba a ellos cómo habían estado
y si tenían novedades de lo que pasaría.
-
Llegaste
en el peor momento Pabli. – se lamentaba Claudia – Están los peores guardias.
- Al
menos estamos juntos, con vos y con los chicos. Los extrañaba mucho a todos.-
Pablo quería abrazarla y besarla, pero ni siquiera podía verla.
Claudia tenía razón. Esa
semana la pasaron entera sin comer y no salieron de su cubículo ni un segundo.
Tenían que hacer sus necesidades en el piso de la celda, así que la hediondez
apestaba el ambiente. Pasaban frío y cuando se quejaban eran golpeados con
fiereza. A las chicas las abusaban todo el tiempo. Las habían violado y
volverían a hacerlo. Eran bestias que no tenían ningún aprecio por la vida
humana. Los tenían en condiciones paupérrimas. Había también dos mujeres embarazadas,
que eran mantenidas en la misma peste que ellos hasta el momento de nacer sus
hijos. Ahí las llevaban a unas granjas donde se apropiaban de los bebés.
Algunas de sus noches en cautiverio,
solo, hambriento y lastimado, Pablo las pasaba recordando momentos más felices. Por
ejemplo, las marchas que realizaban con los compañeros de secundario en La
Plata donde reclamaban exaltados: “Tomala
vos, dámela a mí, por el boleto estudiantil…”
Un día no muy particular, ingresó uno
de los represores a la celda de Pablo y le ordenó que saliera y le curara las
heridas a un hombre de otra cárcel. Así, Díaz conoció a Osvaldo, un montonero
que decía que ya tenía “los días contados”.
-
A
mí me matan en cualquier momento pibe, por eso me dejan verles la cara- le
decía demasiado calmado.
-
¿Vos
decís que los que estamos acá no salimos?- tímidamente Pablo le pasó una
esponja por la pierna baleada.
-
Quedate
tranquilo Pablo, ustedes salen, son unos perejiles para estos hijos de puta. A
mí me usan de carnada hasta que no me necesiten más.
-
¿No
te da miedo lo que decís? Saber que te van a matar…
-
Yo
así como estoy- se señaló la herida- no sirvo. Los protagonistas de la
revolución son los pueblos, no los hombres.
De su conversación con
Osvaldo, Pablo se dio cuenta de dos cosas: Primero, que el saldo de esa dictadura
no sería sólo de unos perejiles y unos montoneros muertos, sino que sería mucho
más terrible. Y la otra, que realmente tenía muchísimo miedo.
Los meses siguientes
siguieron igual de mal. Pablo trataba de alentar a los demás a hacer ejercicio,
pero pocas veces se concretaban sus esfuerzos. La emoción de las primeras
semanas y las charlas fluidas se habían terminado. Las rutinas de doloroso y
cruel sufrimiento eran algo que no esperaba que terminase nunca.
Los momentos más tristes
y difíciles se producían cuando alguno de los jóvenes sentía que no podía
aguantar ni un segundo más. Trataban de calmarse y acompañarse mutuamente a
través del canto. Entonaban juntos canciones de la banda Sui Generis, como
“Rasguña las piedras” y los chicos se identificaban con la letra.
Una medianoche, las
bombas de estruendo advirtieron a Pablo que la Navidad había llegado. Esa
noche, se dio cuenta de lo mucho que extrañaba a su familia y trató de celebrar
la fiesta con sus amigos. Oró por su bien y el de sus seres queridos.
El 28 de septiembre llegó
como una nube de confusiones para Pablo. Dos de sus guardianes lo sacaron de su
celda y lo llevaron hasta donde se encontraba un Mayor del Ejército.
-
Decile
Mayor, insolente.- uno de los guardias lo golpeó en la nuca para que
reaccionara.
-
Ma…Mayor…¿Dónde
estoy?...- logró apenas balbucear Pablo
-
Decidimos
que vas a vivir, pibe- interrumpió el Mayor- De ahora en adelante quedás a
disposición del Poder Ejecutivo Nacional
Al regresar a su prisión,
Pablo pidió ver a Claudia.
“Todos los 31de diciembre
levantá una copa por nosotros”, fueron las palabras que le quedaron grabadas en
la memoria.
Con un peso de 37 kilos;
con los ojos llagados, con picazón y podridos; con un fuerte dolor de brazos,
contracturas, hernias y marcas en el cuerpo
de los golpes y las sogas; con los pulmones infectados y una fuerte neumonía;
sin fuerza, sin energía, sin ganas de vivir… En esas condiciones, Pablo Díaz
abandonó el Pozo de Banfield.
De ahí en más, las idas y
vueltas para la verdadera liberación de Pablo duraron cuatro largos años en los
que estuvo detenido sin ningún proceso judicial: lo llevaron al Pozo de
Quilmes, luego a la Comisaría número 3 de Valentín Alsina y finalmente, el 2 de
febrero, llegó a la Unidad 9 de La Plata donde mantuvo una conversación con el
señor Sánchez Toranzo, en la que Pablo pidió mejores condiciones para ser
operado de su problema de hernia.
-
Por
favor, ¿me pueden llevar a operar a un hospital público, fuera de la
penitenciaria?- le rogaba Pablo
-
No,
es imposible. Generaría un problema en la seguridad del Ejército Argentino.-
respondió con firmeza el teniente coronel.
-
Y
de los chicos… ¿Hay noticias? ¿Están bien?
-
Sí,
están bien… Están bien muertos.- sonrió maliciosamente- Tus amiguitos subversivos
fueron fusilados la primera semana de enero.
Pablo fue puesto en
libertad el 19 de noviembre de 1980. Dedicaría el resto de su vida a buscar un
castigo para los culpables de la desaparición de esos jóvenes platenses.
Claudia le había pedido que contara su historia. Pablo Díaz daría un testimonio
fundamental para enjuiciar a los represores de aquellas torturas,
principalmente a Miguel Etchecolatz, la mano derecha del entonces jefe de la Policía
Bonaerense, Ramón Camps.
Claudia le había pedido
que no la olvidara. Él no la olvidaría nunca más y años más tarde le dedicaría
un poema donde expresaba sus sentimientos de desesperación:
Hoy
me he quedado
inmóvil observando en el recuerdo
el beso que
se estrellaba en el muro.
Flor o acero.
Ni ángel ni desángel.
Sólo la
verdad desnuda.
La voz es un
reclamo de amor y un instante duro.
Pero las
manos no pierden el momento de tus manos.
¿dónde estás,
en qué tiempo, en qué mundo te encuentro?
¿Hasta dónde
estiro la mirada para verte?
Si me dieras
una señal, el próximo 31 de diciembre
me llegaría
hasta vos.
No creas que
no te busco, no me olvido,
pues no hubo
adiós; nos dijimos hasta luego.
Por favor,
que las aguas del mar te traigan hasta mí.
O la soledad
del otoño,
o las flores
de la primavera.
Como quieras.
Pero no dejes
de volver a lo que soñamos.
Si no es
conmigo, ojalá que igual estés en paz.
¿Te acordás?
Habíamos
quedado en ir de vacaciones
o de
juntarnos todos los chicos a tomar cerveza.
Pero estoy
solo, ni vos ni ellos han vuelto.
Y yo camino
mirando a ver si los encuentro.
Me junto con
sus madres, padres, hermanos,
tíos, amigos,
y no sé qué
decirles, ¿dónde están las palabras para ellos?
Todavía no he
aprendido a no desafinar,
¿y las idas a
las villas?
¿Qué es esto
de sobreviviente? ¡Por favor!
Que algún día
los encuentre.