El
pelo cano y grasoso le tapa la mayor parte de las facciones de su cara. La
barba tupida le sobresale, como queriendo abandonarlo. Viste con lo que alguna
vez fue un traje negro, ahora sucio y deshilachado, y sin calzado en los pies.
Un reloj roto lo acompaña en su muñeca izquierda que junto a un pequeño
anotador y un lápiz sin punta constituyen sus únicas posesiones materiales. Sus
ojos, negros como el carbón, hablan sin decir palabras. Indignación, ira,
resignación y tristeza son los sentimientos que se mezclan en esa mirada firme
y, al mismo tiempo, casi perdida.
Juan
Q. era un hombre pleno, contento con su vida. Sin tenerlo todo, pero sí con sus necesidades básicas satisfechas y logrando
cumplir sus principales objetivos, se consideraba un persona feliz.
Contaba con un buen trabajo, un departamento aceptable por el cual no debía
pagar una fortuna y una novia que lo amaba. Juan Q. era sumamente
gracioso y perspicaz. Tenía un don natural para hacer reír a la gente. En las
reuniones sociales, siempre era el centro de atención y le gustaba que así
fuese. Este carisma tan propio que lo destacaba del resto fue lo que lo llevó a
concretar el gran cambio en su vida.
En
una fiesta de fin de año de su empleo, conoció a un empresario televisivo muy
famoso que quedó maravillado con la ocurrencia y la gracia de Juan Q. Tras
diversas promesas de gloria, mujeres, dinero y fama, comenzaron las
negociaciones entre ambos individuos. Los proyectos no tardaron en concretarse
y así Juan Q. comenzó a trabajar para lo que había nacido. Y era bueno.
Demasiado bueno, en realidad.
Juan
Q. es hoy en día un hombre desahuciado, desdichado. Su simpatía y su carisma se
fueron junto con sus ganas de volver a sonreír. Su trabajo es el reclamo. Su
oficina es una esquina del microcentro porteño. Su computadora es un cartel
escrito con marcador. Y su casa, cualquier acera en la ciudad.
Juan
Q. fue engañado, fue vilmente manipulado por un hombre y una empresa que lo
privaron de todos los beneficios que le correspondían por la labor asignada.
Entregó todo su talento y esfuerzo para darle al programa televisivo que lo
había contratado un reconocimiento pocas veces visto en nuestro país. Sus
ideas, bromas y sketchs
revolucionaron la pantalla y se convirtieron en poco tiempo en las más
seductoras ante la elección del televidente. Claro que bajo el rótulo de otra
persona…
Cuando
Juan Q. pretendió levantar acciones legales frente a sus contratistas se
produjo la tormenta. Gastó todo su dinero en abogados y juicios, pero el
imperio que tenía enfrente era inmune a estas leyes hechas para hombres
normales, como Juan Q. Así, perdió su departamento, poco a poco se fue
terminando su relación amorosa y jamás tuvo el apoyo de una familia ausente,
amigos o ex compañeros laborales, porque sabían a qué monstruo se enfrentaban.
De
esta manera, Juan Q. es el principal idóneo de un programa televisivo que
factura millones de pesos y por el cuál no es reconocido. Juan Q. duerme en la
calle y come de restos que encuentra en la basura. Decididamente fue condenado,
por su perseverancia y su confianza. Fue condenado por una industria que se
alimenta de las esperanzas de la gente y las deglute para saciar su hambre
codiciosa. Y escupe esa esperanza, así como también desecha todo lo que no le
sirve más para su crecimiento económico. Y es esta industria, egoísta y avara,
cruel y miserable, la que dejó a Juan Q. en el lugar donde está.
Es
por eso que Juan Q. espera todos los días una respuesta, una solución. Espera
que le presten un poco de atención al cartón que lleva consigo y que reza:
“Marcelo Tinelli me estafó y arruinó mi vida”.
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