martes, 6 de agosto de 2013

Sueños

Campo de los Gotti, Susta, Cuenca, Ecuador, noche de sábado 10 de marzo de 2012

Elixir de la suerte, suerte líquida, pócima para la felicidad, ha recibido muchos nombres dependiendo el lugar en donde haya sucedido. Es una sustancia viscosa, de un color medio verde, de consistencia similar a la gelatina, pero más dura, y por momentos brillante. No se la come, no se la bebe y ni siquiera es necesario tocarla. El efecto,  el don que otorga, se produce tan solo con estar cerca. Soy la única persona que la descubrió por sus propios medios, sin experimentarla y sin que nadie me lo contara. Me cuesta poner en palabras su forma de manifestarse o explicar qué es lo que hace sin que me traten como un loco, como lo han hecho los demás.  Al menos al principio…
El primer indicio que tuve, la primera pista, no la reconocí sino hasta después de ver otras señales similares. Unos chicos del hostel “Casa del Mochilero”, en Lima, Perú, practicaban un tema en guitarra y voz, pero no les salía. Lo practicaban por todos lados y todo el tiempo, pero no lograban que saliera bien. Recuerdo verlos un día, como tantos otros, sentados en la terraza del lugar, cantando y tocando. Detrás de ellos estaba este peculiar elemento, pegado a una pared, por encima de sus cabezas. De aspecto similar al de esas pegatinas, como lazos o látigos, que venían en los paquetes de snacks, pero de consistencia menos sólida, mediría unos diez centímetros de largo. Por debajo era una línea recta y por arriba con forma de picos, como si fuera la imagen de un panel que mide el pulso de los pacientes o como un paisaje de montañas que se superponen.
En fin, allí estaba la cosa arriba de los chicos, cuando intentaron, una vez más, sacar el tema. Y vaya si salió. Fue el tema musical más hermoso que escuchamos en nuestras vidas, todos los presentes. Fue perfecto. Una melodía muy suave, pero intensa, y una voz que hacía llorar a los ángeles. Desde que comenzó el tema, la sustancia fue cambiando la intensidad de su color, brillando al ritmo de la música hasta que terminó. Algunos estaban haciendo otras cosas, lavando ropa, hablando por ahí o haciendo artesanías, pero el tiempo que duró la canción todos estuvimos congelados, contemplando a los chicos. No mirando, no escuchando, sino sintiendo. Yo estaba sentado frente a ellos, también en el suelo, así que pude ver el espectáculo y, sobretodo, observar la presencia de esa cosa. Aplaudidos, ovacionados y felicitados por todos, los pibes salieron del lugar extasiadamente felices, para seguir tocando su bella música en otros sitios.
En los días siguientes, sucedió el segundo hecho, la segunda oportunidad en que vi actuar esa peculiar sustancia. Estábamos en la cocina y estaba pegada al techo, cerca de uno de los zócalos. Una pareja cocinaba en una olla enorme junto a un amigo de ambos. No tenían plata y necesitaban volver a su país. Habían estado subsistiendo humildemente vendiendo comida. Esa misma comida que preparaban todos los días, bien temprano, para estar listos para trabajar en el horario del almuerzo. Sinceramente, no era rica la comida y por eso les había ido bastante mal con el tema de las ventas. Ganaban unas pocas monedas diarias, con las que costeaban sus vicios y los mismos ingredientes que utilizaban. Pero ahora estaban en verdaderos problemas. Se iban al día siguiente, tenían su pasaje de bus reservado y debían toda la cuenta del hospedaje. Tenían que regresar sí o sí por compromisos impostergables. Y sí amigos, ese día fueron bendecidos por el don de la mancha verde en el techo de la cocina. Prepararon la comida más exquisita que un ser humano haya probado jamás. Una delicia. Fui su primer cliente. El primero de cientos.
Cuando salieron a vender, el aroma que expedía la cacerola atraía a la gente. La primer tanda acabó en el mismo hostel, no llegaron ni a salir a la calle. Todos se acercaban y compraban, sin preguntar siquiera de qué comida se trataba o qué es lo que contenía. Todo el día pasaron cocinando bajo la atenta mirada y misteriosa participación de nuestra pequeña amiguita viscosa. La gente se aglutinaba en los pasillos y no compraban sólo porciones personales, sino que llevaban cantidades inmensas del alimento. Personas que ya no tenían apetito, continuaban en la firme tarea de conseguir ese plato sabrosamente mágico.
Se imaginarán que los iluminados cocineros no sólo saldaron su deuda y consiguieron pagar sus pasajes, sino que hicieron una pequeña fortuna de dinero y elogios en pocas horas. La materia verde continuó brillando hasta que se apagó la última llama de la hornalla.
Y así siguió la masa pegajosa, actuando y beneficiando a las personas que tenía cerca. Trabajos obtenidos, becas concedidas, familiares que mejoraron su salud y hasta apariciones de objetos que se consideraban perdidos, todo por obra y gracia de esta fuente de buena fortuna. Cuando ya estuve seguro de su poder, me autoimpuse la tarea de hacerla conocer, a ella y a la bendición que traía para nosotros. No fue nada fácil, como les dije, pero en un principio lo hice para convencerme a mí mismo que no estaba loco. Lógicamente, después de cada explicación sobre el tema era burlado y despedido con risas y negaciones. Los más cercanos a mí hasta se preocuparon, pero yo estaba tan seguro que no tenía miedo. Decidí basarme en experiencias y de ese modo demostrarle a la gente que yo tenía razón.
Con extremo cuidado y mucho pánico, agarré la cosa y la envolví en papel film, para luego guardarla en un frasco. Junté un grupo de gente y decidí hacer la prueba. Por mi cabeza pasaron muchas cosas, entre ellas, por supuesto, el temor de la típica falla de película hollywoodense, donde mi demostración no funciona frente al público y yo hago el ridículo y me deprimo, y después, cuando menos lo espero, pasa algo que me hace reconfirmar la magia de la sustancia y todos me dan la razón, me creen y me piden disculpas por haber desconfiado anteriormente. Pero no. Simplemente funcionó, tal como había funcionado las otras veces. Todos, emocionados, me felicitaron por mi descubrimiento y uno a uno fueron recibiendo la ayuda de la masa en las situaciones que ellos requerían. El frasco fue pasando de mano en mano, solucionando los problemas de quien lo sostenía. Imagínense el ambiente. Traten de figurarse un lugar donde por varias semanas todo marcha perfectamente y nadie tiene ningún inconveniente. Todos éramos felices de la mañana a la noche. Se vivía un clima fantástico.
La situación se fue haciendo más común y las personas utilizaban cada vez menos el don que se les ofrecía. No por falta de interés, pero al estar realmente tan bien no debían recurrir al uso del frasco. Era una felicidad tan extrema, que ya se tornaba cotidiana.
Al tiempo, sucedió algo extraño. Un amigo me contó de cierto problema que molestaba sus pensamientos: su hermana más chica tenía un novio que a él no le agradaba porque la maltrataba o algo así, no fue muy preciso con los detalles. Yo tampoco los solicité. Entonces le dije, con total naturalidad, que tomara el frasco, pensara bien en su problema y así se resolvería. Se lo dije como algo muy obvio, ya que él ya había recurrido a la sustancia en otra oportunidad y hasta recuerdo que era uno de los más agradecidos y felices por el desenlace de su conflicto. Pero cuando hablé del frasco, me miró con una expresión de asombro y desconcierto. No tenía idea de qué le estaba hablando. Traté de hacerlo reaccionar, y nada. Hondeé más sobre las cualidades milagrosas de la cosa verde, y nada. Volvieron las burlas estúpidas y sin sentido. Comencé a desesperarme. ¡Cómo podía ser que la haya olvidado! Lo había ayudado y no lo recordaba. Se lo hice notar, pero aludió a que su tema anterior se había resuelto “por parámetros normales y no por una sustancia mágica”. Me trató de loco y me enfurecí con él. No me cabía en la cabeza que se le hayan borrado los recuerdos de esta masa tan especial con la que todos nos encontrábamos. Entonces, recurrí a los demás. Primero con la misma naturalidad que había tenido antes, casi que era yo el que me burlaba de él por ignorar lo sucedido. Después fui más sigiloso y cauto, y traté de explayarme más. Pero nadie recordaba. Nadie aceptaba que la cosa verde los había hecho tan felices y les había solucionado cosas muy importantes. Estaba desconcertado y furioso. Y entonces recurrí a ella. Con el frasco en la mano, me pregunté por qué la gente no se acordaba el don que habían recibido. Y me di cuenta que así debía ser. Podía hacer la prueba de vuelta, para que vuelvan a creerme, pero ella me decía que igual lo olvidarían más adelante. Nadie debía conocer la existencia de esa sustancia verde y brillante, esa masa milagrosa y poderosa que nos obsequiaba felicidad.

Por eso escribo esto. Tengo miedo de olvidar yo también. Dejo esta historia por escrito, por si alguien, en algún momento, recuerda lo que pasó. No estoy loco, pero estoy solo que en términos prácticos es lo mismo. Ojalá no deba recurrir nunca a estos papeles. Ojalá no la olvide. Pero ya estoy empezando a dudar.

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