Campo
de los Gotti, Susta, Cuenca, Ecuador, noche de sábado 10 de marzo de 2012
Elixir
de la suerte, suerte líquida, pócima para la felicidad, ha recibido muchos
nombres dependiendo el lugar en donde haya sucedido. Es una sustancia viscosa,
de un color medio verde, de consistencia similar a la gelatina, pero más dura,
y por momentos brillante. No se la come, no se la bebe y ni siquiera es
necesario tocarla. El efecto, el don que
otorga, se produce tan solo con estar cerca. Soy la única persona que la
descubrió por sus propios medios, sin experimentarla y sin que nadie me lo
contara. Me cuesta poner en palabras su forma de manifestarse o explicar qué es
lo que hace sin que me traten como un loco, como lo han hecho los demás. Al menos al principio…
El
primer indicio que tuve, la primera pista, no la reconocí sino hasta después de
ver otras señales similares. Unos chicos del hostel “Casa del Mochilero”, en
Lima, Perú, practicaban un tema en guitarra y voz, pero no les salía. Lo
practicaban por todos lados y todo el tiempo, pero no lograban que saliera
bien. Recuerdo verlos un día, como tantos otros, sentados en la terraza del
lugar, cantando y tocando. Detrás de ellos estaba este peculiar elemento,
pegado a una pared, por encima de sus cabezas. De aspecto similar al de esas
pegatinas, como lazos o látigos, que venían en los paquetes de snacks, pero de
consistencia menos sólida, mediría unos diez centímetros de largo. Por debajo
era una línea recta y por arriba con forma de picos, como si fuera la imagen de
un panel que mide el pulso de los pacientes o como un paisaje de montañas que
se superponen.
En
fin, allí estaba la cosa arriba de los chicos, cuando intentaron, una vez más,
sacar el tema. Y vaya si salió. Fue el tema musical más hermoso que escuchamos
en nuestras vidas, todos los presentes. Fue perfecto. Una melodía muy suave,
pero intensa, y una voz que hacía llorar a los ángeles. Desde que comenzó el
tema, la sustancia fue cambiando la intensidad de su color, brillando al ritmo
de la música hasta que terminó. Algunos estaban haciendo otras cosas, lavando
ropa, hablando por ahí o haciendo artesanías, pero el tiempo que duró la
canción todos estuvimos congelados, contemplando a los chicos. No mirando, no
escuchando, sino sintiendo. Yo estaba sentado frente a ellos, también en el
suelo, así que pude ver el espectáculo y, sobretodo, observar la presencia de
esa cosa. Aplaudidos, ovacionados y felicitados por todos, los pibes salieron
del lugar extasiadamente felices, para seguir tocando su bella música en otros
sitios.
En
los días siguientes, sucedió el segundo hecho, la segunda oportunidad en que vi
actuar esa peculiar sustancia. Estábamos en la cocina y estaba pegada al techo,
cerca de uno de los zócalos. Una pareja cocinaba en una olla enorme junto a un
amigo de ambos. No tenían plata y necesitaban volver a su país. Habían estado
subsistiendo humildemente vendiendo comida. Esa misma comida que preparaban
todos los días, bien temprano, para estar listos para trabajar en el horario
del almuerzo. Sinceramente, no era rica la comida y por eso les había ido
bastante mal con el tema de las ventas. Ganaban unas pocas monedas diarias, con
las que costeaban sus vicios y los mismos ingredientes que utilizaban. Pero
ahora estaban en verdaderos problemas. Se iban al día siguiente, tenían su
pasaje de bus reservado y debían toda la cuenta del hospedaje. Tenían que
regresar sí o sí por compromisos impostergables. Y sí amigos, ese día fueron
bendecidos por el don de la mancha verde en el techo de la cocina. Prepararon
la comida más exquisita que un ser humano haya probado jamás. Una delicia. Fui
su primer cliente. El primero de cientos.
Cuando
salieron a vender, el aroma que expedía la cacerola atraía a la gente. La
primer tanda acabó en el mismo hostel, no llegaron ni a salir a la calle. Todos
se acercaban y compraban, sin preguntar siquiera de qué comida se trataba o qué
es lo que contenía. Todo el día pasaron cocinando bajo la atenta mirada y
misteriosa participación de nuestra pequeña amiguita viscosa. La gente se aglutinaba
en los pasillos y no compraban sólo porciones personales, sino que llevaban
cantidades inmensas del alimento. Personas que ya no tenían apetito,
continuaban en la firme tarea de conseguir ese plato sabrosamente mágico.
Se
imaginarán que los iluminados cocineros no sólo saldaron su deuda y
consiguieron pagar sus pasajes, sino que hicieron una pequeña fortuna de dinero
y elogios en pocas horas. La materia verde continuó brillando hasta que se
apagó la última llama de la hornalla.
Y
así siguió la masa pegajosa, actuando y beneficiando a las personas que tenía
cerca. Trabajos obtenidos, becas concedidas, familiares que mejoraron su salud
y hasta apariciones de objetos que se consideraban perdidos, todo por obra y
gracia de esta fuente de buena fortuna. Cuando ya estuve seguro de su poder, me
autoimpuse la tarea de hacerla conocer, a ella y a la bendición que traía para
nosotros. No fue nada fácil, como les dije, pero en un principio lo hice para
convencerme a mí mismo que no estaba loco. Lógicamente, después de cada explicación
sobre el tema era burlado y despedido con risas y negaciones. Los más cercanos
a mí hasta se preocuparon, pero yo estaba tan seguro que no tenía miedo. Decidí
basarme en experiencias y de ese modo demostrarle a la gente que yo tenía
razón.
Con
extremo cuidado y mucho pánico, agarré la cosa y la envolví en papel film, para
luego guardarla en un frasco. Junté un grupo de gente y decidí hacer la prueba.
Por mi cabeza pasaron muchas cosas, entre ellas, por supuesto, el temor de la
típica falla de película hollywoodense, donde mi demostración no funciona
frente al público y yo hago el ridículo y me deprimo, y después, cuando menos
lo espero, pasa algo que me hace reconfirmar la magia de la sustancia y todos
me dan la razón, me creen y me piden disculpas por haber desconfiado
anteriormente. Pero no. Simplemente funcionó, tal como había funcionado las
otras veces. Todos, emocionados, me felicitaron por mi descubrimiento y uno a
uno fueron recibiendo la ayuda de la masa en las situaciones que ellos requerían.
El frasco fue pasando de mano en mano, solucionando los problemas de quien lo
sostenía. Imagínense el ambiente. Traten de figurarse un lugar donde por varias
semanas todo marcha perfectamente y nadie tiene ningún inconveniente. Todos
éramos felices de la mañana a la noche. Se vivía un clima fantástico.
La
situación se fue haciendo más común y las personas utilizaban cada vez menos el
don que se les ofrecía. No por falta de interés, pero al estar realmente tan
bien no debían recurrir al uso del frasco. Era una felicidad tan extrema, que
ya se tornaba cotidiana.
Al
tiempo, sucedió algo extraño. Un amigo me contó de cierto problema que
molestaba sus pensamientos: su hermana más chica tenía un novio que a él no le
agradaba porque la maltrataba o algo así, no fue muy preciso con los detalles.
Yo tampoco los solicité. Entonces le dije, con total naturalidad, que tomara el
frasco, pensara bien en su problema y así se resolvería. Se lo dije como algo
muy obvio, ya que él ya había recurrido a la sustancia en otra oportunidad y
hasta recuerdo que era uno de los más agradecidos y felices por el desenlace de
su conflicto. Pero cuando hablé del frasco, me miró con una expresión de
asombro y desconcierto. No tenía idea de qué le estaba hablando. Traté de
hacerlo reaccionar, y nada. Hondeé más sobre las cualidades milagrosas de la
cosa verde, y nada. Volvieron las burlas estúpidas y sin sentido. Comencé a
desesperarme. ¡Cómo podía ser que la haya olvidado! Lo había ayudado y no lo
recordaba. Se lo hice notar, pero aludió a que su tema anterior se había
resuelto “por parámetros normales y no por una sustancia mágica”. Me trató de
loco y me enfurecí con él. No me cabía en la cabeza que se le hayan borrado los
recuerdos de esta masa tan especial con la que todos nos encontrábamos.
Entonces, recurrí a los demás. Primero con la misma naturalidad que había
tenido antes, casi que era yo el que me burlaba de él por ignorar lo sucedido.
Después fui más sigiloso y cauto, y traté de explayarme más. Pero nadie
recordaba. Nadie aceptaba que la cosa verde los había hecho tan felices y les
había solucionado cosas muy importantes. Estaba desconcertado y furioso. Y
entonces recurrí a ella. Con el frasco en la mano, me pregunté por qué la
gente no se acordaba el don que habían recibido. Y me di cuenta que así debía
ser. Podía hacer la prueba de vuelta, para que vuelvan a creerme, pero ella me
decía que igual lo olvidarían más adelante. Nadie debía conocer la existencia
de esa sustancia verde y brillante, esa masa milagrosa y poderosa que nos
obsequiaba felicidad.
Por
eso escribo esto. Tengo miedo de olvidar yo también. Dejo esta historia por
escrito, por si alguien, en algún momento, recuerda lo que pasó. No estoy loco,
pero estoy solo que en términos prácticos es lo mismo. Ojalá no deba recurrir
nunca a estos papeles. Ojalá no la olvide. Pero ya estoy empezando a dudar.