sábado, 28 de marzo de 2020

La final exiliada


Hubo una vez, hace algunos años, un hecho muy paradójico en el fútbol moderno. La final del torneo más importante del continente americano se disputó en una ciudad extranjera, una de las capitales más importantes de Europa.
La jugaban los dos equipos más poderosos de uno de los países más ganadores de Sudamérica. Era una final a partidos de ida y vuelta, la última con este formato. Después sí se copiaría el modelo europeo de finales a partido único en algún estadio a definir de antemano por la organización del campeonato. 
El primero de los dos partidos se jugó en el país de origen, sin modificaciones importantes salvo una postergación por lluvia. Terminó en un empate. Una de las particularidades que tuvo este partido fue el gol del empate del equipo visitante. El local había convertido y el estadio aclamaba a sus jugadores y festejaba el gol apasionadamente. Ah, no les conté. Todos los presentes eran simpatizantes del equipo local, ya que en ese país se había prohibido, hace tiempo, el ingreso de los hinchas visitantes a las tribunas. La fiesta era vibrante. Primer gol de la final más importante de todas, de local, con toda la cancha alentando para el mismo lado. El panorama era inmejorable. Mientras la efervescencia del festejo continuaba, los celulares seguían filmando los cánticos de la hinchada o enviando cariños a familiares y hasta algún que otro relator partidario seguía gastando al equipo rival, los visitantes sacaron del medio y convirtieron el empate. Sí, hicieron un gol sacando del medio. En tiempo neto de juego, habrán pasado poco más de 30 segundos desde que el equipo local convirtió el gol y el equipo visitante lo empató. Después el local volvió a ponerse en ventaja y el visitante volvió a empatarlo. Terminó 2 a 2 y todo se definiría en la cancha del equipo visitante, el que hizo el gol sacando desde el medio.
El partido definitorio, entonces, se jugaría también en el país de donde provienen estos dos equipos. Repito para que entiendan la trascendencia. El torneo más prestigioso del continente. Los dos equipos más poderosos de un país sumamente importante de ese continente. Final. Partido de vuelta. Traten de imaginar el marketing que se movió en aquellos días. La ciudad paralizada. El país atento. Todos los focos se los llevaba la definición del torneo americano más relevante de todos. Los canales de televisión, radio, prensa y portales web llenaban sus espacios con contenidos destinados a resaltar este partido, a engrandecerlo, a promocionarlo y venderlo. Guerra de slogans, batalla de marcas, merchandising desbordado para ambos lados. Todo era exagerado, todo era demasiado. Pero faltaba algo, faltaba más. La ambición de este negocio lo consiguió.
El partido de vuelta de la final más importante de todas fue suspendido. Un irresponsable y defectuoso operativo de seguridad permitió que los hinchas locales pudieran acercarse y atacar al micro del equipo visitante cuando se dirigía al estadio. Fue un escándalo mediático y de una violencia aberrante, pero no desconocida. Después de varias horas de postergación y tras un acuerdo entre los presidentes de ambos clubes en conjunto con el presidente de la organización de fútbol de Sudamérica, el partido se pasó para el día siguiente. Ambos equipos se comprometieron a disputarlo. El mandamás del torneo estuvo de acuerdo. Mientras tanto, y como consecuencia del incidente –una zona liberada por la policía donde el micro fue atacado-, el ministro de Seguridad de la ciudad donde se desarrollaba el partido debió renunciar a su cargo. Días después, en esa misma ciudad se llevaría a cabo un encuentro entre los dirigentes más poderosos del mundo, conglomerados en el famoso G20. Pero esa es otra historia…
 El día siguiente, por lo tanto, los fanáticos del equipo local volvieron a colmar las inmediaciones del estadio. La esperanza se renovaba. Después de haber pasado horas y  horas en las tribunas esperando en vano el partido bajo un calor sofocante, los hinchas regresaban para poder presenciar, ahora sí, la definición de la final más relevante de la historia. Pero ese día el partido tampoco se jugó. El equipo visitante decidió, modificando radicalmente su postura del día anterior, no presentarse a jugar el partido. Tras esta nueva suspensión, el interrogante de si se jugaría el partido y dónde quedaba abierto y los medios de comunicación, guionados por las corporaciones del fútbol, se hacían un festín.
Muchas ciudades y capitales del continente ofrecieron sus estadios como sedes. El turismo crecería exponencialmente el fin de semana en que se decida disputar el partido y las ganancias de la cancha que pasaría a ser sede de la gran final serían exorbitantes. La decisión, por supuesto, sería política y la tomaría el Poder. No tendría que ver con la conveniencia de los equipos, la cercanía ni la facilidad para el acceso de los hinchas. Que se arreglaran…
Finalmente el acuerdo llegó y la final más final de todas tuvo su sede: una capital europea. Paralelamente a esta elección – ¿sin tener nada que ver una cosa con la otra?- el Presidente de la Nación del país de origen de los dos equipos que disputaban el partido firmó un decreto que beneficiaría económicamente al presidente del club que ofreció el estadio como sede. Algo de unas autopistas y peajes, constructoras, porcentajes favorables y un amplio etcétera.
Ahora sí, nos enfrentamos a una inmensa paradoja. La final de la copa más prestigiosa del continente americano se jugaría en Europa. En la capital de uno de los países invasores y saqueadores de ese continente. Con el pequeño aliciente que los hinchas que quisieran ver el partido deberían gastar una cantidad importante de dinero en el viaje en avión, el hospedaje, la comida, la entrada a la cancha, el cambio de moneda y demás gastos en los periplos que pudieran presentarse. Y además, como todo se trata de negocio, de vender, vender y vender, esta final de vuelta que debería recibir solamente a la parcialidad que fue visitante en el primer partido, recibiría a las hinchadas de ambos equipos. Claro, el marketing estaba asegurado: se enfrentaban a los ojos del mundo los dos equipos más poderosos del continente. La cancha dividida en dos. El resultado todavía en tablas. El vencedor sería el héroe indiscutido, el perdedor quedaría humillado para siempre. La gloria eterna en disputa. Nada más importaba. Las injusticias. Los reclamos de uno y de otro equipo. ‘Que queremos jugar en nuestra cancha, con nuestra gente y sin los visitantes’. ‘Que queremos que se suspenda el partido y nos den los puntos a nosotros’. La razón estaría marcada por la conveniencia económica. El partido nunca se suspendería porque eso no sería rentable. Y la oportunidad de mudar la final a otro sitio y vender entradas para todo el mundo, literalmente, a cualquier persona que quisiera presenciarlo – y pudiera costearlo- era muy tentadora.
La definición más demorada de la historia se jugó un día a principios de diciembre del 2018. Los equipos se sometieron a la extranjerización de las costumbres previas a cada partido. Las entrevistas obligatorias, las cámaras a centímetros de sus cabezas, el protocolo ultra formal de salida de los jugadores y algunas otras cosas a las que seguramente muchos de esos futbolistas no estaban acostumbrados.
El tono épico de ese partido estuvo en concordancia con las expectativas presentadas desde la organización y cumplieron altamente los objetivos del Poder. Nuevamente, el equipo que hizo de local –realmente de local- en la ida se puso en ventaja con un gran gol de su delantero. El equipo que tendría que haber hecho de local en el partido de vuelta, que ahora era visitante porque no era esa su cancha y porque había viajado miles de kilómetros para disputar el encuentro y encima no contaba con la totalidad de sus hinchas más fieles alentando en el estadio, empató el partido. Así terminó en los 90 minutos reglamentarios, con un resultado global de 3-3: empate 2-2 en América, empate 1-1 en Europa. El show continuaba. La final se definiría en un tiempo extra. Mejor imposible. Saldada y con creces la preventa de este espectáculo.
Sumados los 109 minutos disputados en esta oportunidad con los noventa anteriores, el partido seguía igualado a punto de cumplirse 200 minutos de la final más destacable de todas. De pronto, un rebelde, de esos que no conocen o no les importa lo que el negocio haya dispuesto en la previa del partido, emitió un torrente de fútbol desde su pie izquierdo que castigó el travesaño del arco y se incrustó en la red. Gol, festejo, alegría. La impureza, lo que sale de lo normal, lo que no se espera, lo que no está redactado en ningún lado, lo distinto, eso es lo que más me atrae de este deporte/juego/negocio millonario. Un empeine que impacta una pelota y lo cambia todo. Millones y millones de dólares en apuestas, en sponsors, en acuerdos, arreglos y sabrán Dios y el Diablo cuántas otras cosas más.
El partido siguió y los últimos 10 minutos fueron también el cierre perfecto para un espectáculo hecho a la medida de lo que se esperaba. Hubo situaciones de empatar el partido para quienes perdían y de definirlo para quienes lo ganaban. Hubo atajadas, despejes, malas elecciones, palos y córners. El último del partido, de hecho, fue ejecutado 3 veces. Se reiteraba por alguna disposición del árbitro que, seguramente tentado por el Poder, quería que el partido continuara. Hasta que se lanzó. El equipo que perdía tenía a todos sus jugadores esperando el centro, incluido su arquero, que hace minutos ya se había posicionado en el ataque, dejando su arco vacío. El centro fue despejado por el otro arquero, el que estaba en el arco que debía estar y aquel rebelde que lo había cambiado todo con su botín izquierdo hace unos 10 minutos, solo debió tirar la pelota hacia adelante, donde observó que uno de sus compañeros corría en solitario hacia el arco de enfrente.
-El número 10 corre solo para él gol. Alguien lo sigue, a lo lejos, y él sigue corriendo. Atraviesa todo el campo rival arriando la pelota con toques firmes y certeros. Corre y parece que correrá para siempre. Pero no. De pronto se encuentra con el arco vacío, despojado de todo guardián o defensor que pudiera interponerse entre él, la pelota y el gol. Solo tiene que acariciar, golpear delicadamente el balón con su pierna izquierda al medio del arco, que atraviesa la línea de gol y se convierte en leyenda-.
Lo demás serán solo palabras que de ninguna manera podrán reflejar lo que se vivió a continuación. Ni para un plantel ni para el otro; para los hinchas que viajaron a la capital europea a acompañar a sus equipos o los que se quedaron en su país de origen. Tampoco para quienes fueron a disfrutar el espectáculo, sin simpatizar preferentemente por alguno de los dos clubes. Tampoco conocemos con exactitud la inmensa movilización de dinero, acuerdos, manejos y poder que hubo en torno a esta final exiliada.
Este extraño e imborrable episodio sucedió hace algunos años. Conocemos algunos hechos, al campeón y al derrotado, el tanteador, las estadísticas, los pasajes vendidos y el incremento en las camas de hotel en la ciudad donde se desarrolló la final. Podemos averiguar cuánto pagaban las apuestas y de qué cuadro eran algunos de las personalidades emblemáticas que estuvieron en la cancha disfrutando el espectáculo. Hay muchas cosas que podemos contar, seguramente otras logremos averiguarlas. De lo que estamos seguros es que nunca jamás podrá repetirse lo que ocurrió en este partido final que comenzó en América y casi un mes después se definió a más de 10 mil kilómetros de distancia.

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