Hubo una vez, hace algunos años, un hecho muy paradójico en
el fútbol moderno. La final del torneo más importante del continente americano
se disputó en una ciudad extranjera, una de las capitales más importantes de
Europa.
La jugaban los dos equipos más poderosos de uno de los
países más ganadores de Sudamérica. Era una final a partidos de ida y vuelta,
la última con este formato. Después sí se copiaría el modelo europeo de finales
a partido único en algún estadio a definir de antemano por la organización del
campeonato.
El primero de los dos partidos se jugó en el país de origen,
sin modificaciones importantes salvo una postergación por lluvia. Terminó en un
empate. Una de las particularidades que tuvo este partido fue el gol del empate
del equipo visitante. El local había convertido y el estadio aclamaba a sus
jugadores y festejaba el gol apasionadamente. Ah, no les conté. Todos los
presentes eran simpatizantes del equipo local, ya que en ese país se había
prohibido, hace tiempo, el ingreso de los hinchas visitantes a las tribunas. La
fiesta era vibrante. Primer gol de la final más importante de todas, de local,
con toda la cancha alentando para el mismo lado. El panorama era inmejorable.
Mientras la efervescencia del festejo continuaba, los celulares seguían filmando
los cánticos de la hinchada o enviando cariños a familiares y hasta algún que
otro relator partidario seguía gastando al equipo rival, los visitantes sacaron
del medio y convirtieron el empate. Sí, hicieron un gol sacando del medio. En
tiempo neto de juego, habrán pasado poco más de 30 segundos desde que el equipo
local convirtió el gol y el equipo visitante lo empató. Después el local volvió
a ponerse en ventaja y el visitante volvió a empatarlo. Terminó 2 a 2 y todo se
definiría en la cancha del equipo visitante, el que hizo el gol sacando desde
el medio.
El partido definitorio, entonces, se jugaría también en el
país de donde provienen estos dos equipos. Repito para que entiendan la
trascendencia. El torneo más prestigioso del continente. Los dos equipos más
poderosos de un país sumamente importante de ese continente. Final. Partido de
vuelta. Traten de imaginar el marketing que se movió en aquellos días. La
ciudad paralizada. El país atento. Todos los focos se los llevaba la definición
del torneo americano más relevante de todos. Los canales de televisión, radio,
prensa y portales web llenaban sus espacios con contenidos destinados a
resaltar este partido, a engrandecerlo, a promocionarlo y venderlo. Guerra de
slogans, batalla de marcas, merchandising desbordado para ambos lados. Todo era
exagerado, todo era demasiado. Pero faltaba algo, faltaba más. La ambición de
este negocio lo consiguió.
El partido de vuelta de la final más importante de todas fue
suspendido. Un irresponsable y defectuoso operativo de seguridad permitió que
los hinchas locales pudieran acercarse y atacar al micro del equipo visitante
cuando se dirigía al estadio. Fue un escándalo mediático y de una violencia
aberrante, pero no desconocida. Después de varias horas de postergación y tras
un acuerdo entre los presidentes de ambos clubes en conjunto con el presidente
de la organización de fútbol de Sudamérica, el partido se pasó para el día
siguiente. Ambos equipos se comprometieron a disputarlo. El mandamás del torneo
estuvo de acuerdo. Mientras tanto, y como consecuencia del incidente –una zona
liberada por la policía donde el micro fue atacado-, el ministro de Seguridad
de la ciudad donde se desarrollaba el partido debió renunciar a su cargo. Días
después, en esa misma ciudad se llevaría a cabo un encuentro entre los
dirigentes más poderosos del mundo, conglomerados en el famoso G20. Pero esa es
otra historia…
El día siguiente, por
lo tanto, los fanáticos del equipo local volvieron a colmar las inmediaciones
del estadio. La esperanza se renovaba. Después de haber pasado horas y horas en las tribunas esperando en vano el
partido bajo un calor sofocante, los hinchas regresaban para poder presenciar,
ahora sí, la definición de la final más relevante de la historia. Pero ese día
el partido tampoco se jugó. El equipo visitante decidió, modificando
radicalmente su postura del día anterior, no presentarse a jugar el partido. Tras
esta nueva suspensión, el interrogante de si se jugaría el partido y dónde
quedaba abierto y los medios de comunicación, guionados por las corporaciones
del fútbol, se hacían un festín.
Muchas ciudades y capitales del continente ofrecieron sus
estadios como sedes. El turismo crecería exponencialmente el fin de semana en
que se decida disputar el partido y las ganancias de la cancha que pasaría a
ser sede de la gran final serían exorbitantes. La decisión, por supuesto, sería
política y la tomaría el Poder. No tendría que ver con la conveniencia de los
equipos, la cercanía ni la facilidad para el acceso de los hinchas. Que se
arreglaran…
Finalmente el acuerdo llegó y la final más final de todas
tuvo su sede: una capital europea. Paralelamente a esta elección – ¿sin tener
nada que ver una cosa con la otra?- el Presidente de la Nación del país de
origen de los dos equipos que disputaban el partido firmó un decreto que
beneficiaría económicamente al presidente del club que ofreció el estadio como
sede. Algo de unas autopistas y peajes, constructoras, porcentajes favorables y
un amplio etcétera.
Ahora sí, nos enfrentamos a una inmensa paradoja. La final
de la copa más prestigiosa del continente americano se jugaría en Europa. En la
capital de uno de los países invasores y saqueadores de ese continente. Con el
pequeño aliciente que los hinchas que quisieran ver el partido deberían gastar
una cantidad importante de dinero en el viaje en avión, el hospedaje, la
comida, la entrada a la cancha, el cambio de moneda y demás gastos en los periplos
que pudieran presentarse. Y además, como todo se trata de negocio, de vender,
vender y vender, esta final de vuelta que debería recibir solamente a la
parcialidad que fue visitante en el primer partido, recibiría a las hinchadas
de ambos equipos. Claro, el marketing estaba asegurado: se enfrentaban a los
ojos del mundo los dos equipos más poderosos del continente. La cancha dividida
en dos. El resultado todavía en tablas. El vencedor sería el héroe indiscutido,
el perdedor quedaría humillado para siempre. La gloria eterna en disputa. Nada
más importaba. Las injusticias. Los reclamos de uno y de otro equipo. ‘Que
queremos jugar en nuestra cancha, con nuestra gente y sin los visitantes’. ‘Que
queremos que se suspenda el partido y nos den los puntos a nosotros’. La razón
estaría marcada por la conveniencia económica. El partido nunca se suspendería
porque eso no sería rentable. Y la oportunidad de mudar la final a otro sitio y
vender entradas para todo el mundo, literalmente, a cualquier persona que
quisiera presenciarlo – y pudiera costearlo- era muy tentadora.
La definición más demorada de la historia se jugó un día a
principios de diciembre del 2018. Los equipos se sometieron a la
extranjerización de las costumbres previas a cada partido. Las entrevistas
obligatorias, las cámaras a centímetros de sus cabezas, el protocolo ultra
formal de salida de los jugadores y algunas otras cosas a las que seguramente
muchos de esos futbolistas no estaban acostumbrados.
El tono épico de ese partido estuvo en concordancia con las
expectativas presentadas desde la organización y cumplieron altamente los
objetivos del Poder. Nuevamente, el equipo que hizo de local –realmente de
local- en la ida se puso en ventaja con un gran gol de su delantero. El equipo
que tendría que haber hecho de local en el partido de vuelta, que ahora era
visitante porque no era esa su cancha y porque había viajado miles de
kilómetros para disputar el encuentro y encima no contaba con la totalidad de
sus hinchas más fieles alentando en el estadio, empató el partido. Así terminó
en los 90 minutos reglamentarios, con un resultado global de 3-3: empate 2-2 en
América, empate 1-1 en Europa. El show continuaba. La final se definiría en un
tiempo extra. Mejor imposible. Saldada y con creces la preventa de este
espectáculo.
Sumados los 109 minutos disputados en esta oportunidad con
los noventa anteriores, el partido seguía igualado a punto de cumplirse 200 minutos
de la final más destacable de todas. De pronto, un rebelde, de esos que no
conocen o no les importa lo que el negocio haya dispuesto en la previa del
partido, emitió un torrente de fútbol desde su pie izquierdo que castigó el
travesaño del arco y se incrustó en la red. Gol, festejo, alegría. La impureza,
lo que sale de lo normal, lo que no se espera, lo que no está redactado en
ningún lado, lo distinto, eso es lo que más me atrae de este deporte/juego/negocio
millonario. Un empeine que impacta una pelota y lo cambia todo. Millones y
millones de dólares en apuestas, en sponsors, en acuerdos, arreglos y sabrán
Dios y el Diablo cuántas otras cosas más.
El partido siguió y los últimos 10 minutos fueron también el
cierre perfecto para un espectáculo hecho a la medida de lo que se esperaba.
Hubo situaciones de empatar el partido para quienes perdían y de definirlo para
quienes lo ganaban. Hubo atajadas, despejes, malas elecciones, palos y córners.
El último del partido, de hecho, fue ejecutado 3 veces. Se reiteraba por alguna
disposición del árbitro que, seguramente tentado por el Poder, quería que el
partido continuara. Hasta que se lanzó. El equipo que perdía tenía a todos sus
jugadores esperando el centro, incluido su arquero, que hace minutos ya se
había posicionado en el ataque, dejando su arco vacío. El centro fue despejado
por el otro arquero, el que estaba en el arco que debía estar y aquel rebelde
que lo había cambiado todo con su botín izquierdo hace unos 10 minutos, solo
debió tirar la pelota hacia adelante, donde observó que uno de sus compañeros
corría en solitario hacia el arco de enfrente.
-El número 10 corre solo para él gol. Alguien lo sigue, a lo
lejos, y él sigue corriendo. Atraviesa todo el campo rival arriando la pelota
con toques firmes y certeros. Corre y parece que correrá para siempre. Pero no.
De pronto se encuentra con el arco vacío, despojado de todo guardián o defensor
que pudiera interponerse entre él, la pelota y el gol. Solo tiene que
acariciar, golpear delicadamente el balón con su pierna izquierda al medio del
arco, que atraviesa la línea de gol y se convierte en leyenda-.
Lo demás serán solo palabras que de ninguna manera podrán
reflejar lo que se vivió a continuación. Ni para un plantel ni para el otro; para
los hinchas que viajaron a la capital europea a acompañar a sus equipos o los
que se quedaron en su país de origen. Tampoco para quienes fueron a disfrutar
el espectáculo, sin simpatizar preferentemente por alguno de los dos clubes.
Tampoco conocemos con exactitud la inmensa movilización de dinero, acuerdos,
manejos y poder que hubo en torno a esta final exiliada.
Este extraño e imborrable episodio sucedió hace algunos
años. Conocemos algunos hechos, al campeón y al derrotado, el tanteador, las
estadísticas, los pasajes vendidos y el incremento en las camas de hotel en la
ciudad donde se desarrolló la final. Podemos averiguar cuánto pagaban las
apuestas y de qué cuadro eran algunos de las personalidades emblemáticas que
estuvieron en la cancha disfrutando el espectáculo. Hay muchas cosas que
podemos contar, seguramente otras logremos averiguarlas. De lo que estamos
seguros es que nunca jamás podrá repetirse lo que ocurrió en este partido final
que comenzó en América y casi un mes después se definió a más de 10 mil
kilómetros de distancia.
Excelente Dieguito. Sin palabras. Brillante redacción.
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